
“Esto también pasará”, solía pensar -como pasó en la célebre parábola de “El anillo del rey” y como siempre pasan todas las cosas que no han dejado de pasar-.
Y pasó. Pasó y se olvidó.
Pero si remuevo aquella historia y vuelvo a aquellos días, aún me retumba el sonido de aquella irónica balada. De la sonora bofetada; del golpe estúpido que parecía anunciar el final del viaje.
En el fondo siempre creí que todo aquello se trataba de una broma y que de un momento a otro iba a recibir la llamada: Mery….¡Qué era una broma! ¿Qué susto eh? Relájate y tómate una caña, co**!!!
Pero nadie llamó, de manera que cada vez que alguien me preguntaba sobre aquel sucedáneo de trabajo, respondía con impostada alegría: “soy redactora freelance, pero mientras consigo más proyectos o, en el mejor de los casos, un contrato indefinido, también trabajo como administrativa-secretaria-chica para todo” (para todo eso que nadie quiere hacer).
Evitando siempre la palabra “recepcionista” y vistiéndome de la forma más alejada del cliché, por terror a mimetizarme de por vida y no salir de allí.
Tenía sentimientos encontrados -como me suele ocurrir con Pétula Clark, con las albóndigas y con las medias de color carne -, ya que por un lado estaba agradecida por tener un trabajo, una ocupación y una obligación; pero por otro lado todo me parecía falso. Falso y penoso.
Me sentía muy decepcionada no por el puesto, que es perfecto si es lo que quieres o a lo que te dedicas o te has dedicado siempre, sino por el absoluto fracaso personal que había detrás.
No por ser una recepción, insisto. Me da igual recepcionista, que economista que violetera. Hablo de no hacer lo que te apasiona, de no desempeñar el trabajo para el que has invertido tanto tiempo y esfuerzo, y hablo de reconocer que algo has debido hacer muy mal cuando has terminado tan lejos de tus objetivos.
Después de diez años de experiencia en agencias multinacionales de publicidad, un MBA y trabajo en Londres con una diseñadora de moda, tenía que coger el teléfono para atender a chinos que decían llamarse Pepe, incomprendidos, cuando trataba de deducir unos nombres de fonética imposible.
Bueno, también llamaba gente normal y educada.
Era un puesto que requería una especial paciencia para simultanear tareas: mientras cogía el incesante teléfono tenía que hacer los pedidos de cocina, material de oficina, poner cafés, preparar las salas, enviar mensajeros, montar cajas de cartón para archivar documentos y ocuparme de los desperfectos (desde cambiar un tóner hasta arreglar una grapadora). Además de otras tareas que nunca habría atribuido a una chica de recepción como es ocuparse de los datos de ventas, de afluencias, facturaciones varias y otros temas administrativos.
La idea era aceptar un trabajo que me permitiera seguir escribiendo y desde ahí buscar otro trabajo. Aceptar lo que fuera, para sentirme útil y tener la cabeza ocupada. Y mientras, seguía en busca de aquel otro trabajo….
Aquella llamada…
Menuda…
lo de atender las visitas.
lo de la sonrisa telefónica
lo de adecentar las salas después de las reuniones.
Lo de los datos de ventas de cada uno de los locales de los centros gestionados; lo de las afluencias; lo de las comparativas por actividad y por metro cuadrado; lo del TbGold; lo de los viajes y lo de las llamadas, llamadas y más llamadas a la vez que hacía todo lo anterior.
Lo de cerrar la boca ante todo lo que llegaba a mis oídos (cuidado con la chica de recepción que, aunque no quiera y le importe tres pepinos, se entera de todo).
Lo de resistir las inevitables desconsideraciones que implica el cargo.
lo de las constantes interrupciones
o lo de atender llamadas escuchando frases del tipo “muchas gracias cielo, cariño o guapa”.
¿Hola?
¿Lo bueno? Mis compañeros. Las personas a las que traté de ocultar todo este diálogo interno.
Y todo lo que aprendí: siempre viene bien saber qué estatutos debe incluir un contrato de arrendamiento y qué trámites con la propiedad son necesarios para su firma. Las idas y venidas de adendas, avales…Qué funciones hacen los comerciales y las que hace patrimonial. Sí, siempre viene bien saber ese tipo de cosas.
Tenía que haber sido más resignada o menos dramática. Desempeñar un trabajo con el que no te identificas no es tan trágico ¿no? Que más da, ya aparecerá otro. Siempre lo hace.
Los primeros meses me lo tomé muy bien. Me pareció divertido. Hasta llegué a ponerme el pinganillo de teleoperadora.
Pero el tiempo pasaba y empezaba a ponerme algo nerviosa.
Sentía que era una pérdida de tiempo. Miraba atrás y me torturaba por aquellos años en los que tan difícil me resultó compaginar lo personal y lo laboral, cuando mi vida quedó aplazada. No fui capaz de ver la temporalidad del asunto. Y ahora que lo veo, pienso en que podía habérmelo tomado con más calma. No haberle dado ninguna importancia y no haber dudado de mí misma.
Y es que al margen de toda esta odisea interna, seamos sinceros: ¿cómo se aguanta esa situación y ese descenso en la escala profesional? Porque menudo termómetro las estadísticas del Inem, si el paro baja a costa de aceptar puestos que no se corresponden con tu titulación ni experiencia. Un trabajo tan poco estimulante que, además de minar la moral y la autoestima, ni siquiera puede figurar en el CV. Y sí, ya sé que todos los trabajos son dignos. Sí, ya sé que de todo se aprende. Sí, ya sé que es peor estar el paro. Sí, ya lo sé. Ya lo sé.
Así que muy buen indicador, si señor, el paro desciende y la crisis remonta. Puedo decir que después de esta experiencia, mi talante renacentista se ha desbordado hasta límites insospechados.
Que he descubierto cualidades que ignoraba que tenía.
Y desarrollado otras
En aquella etapa como recepcionista, mientras seguía escribiendo -lo que el desgaste y la frustración me permitía- a la vez por supuesto que buscaba trabajo en cualquier agencia de publicidad o donde fuera, me cuestioné todo lo que me había hecho llegar hasta allí. Solía dar largos paseos, de tres cuartos de hora exactamente, que es la distancia que había desde la oficina hasta mi casa. Probé el Reiki y el Chi Kung.
Visto el éxito (una sola sesión fue suficiente), volví a la cerveza y al tabaco. Hasta aquel día precisamente, en el que tomando una cerveza con una semilla de Reiki pegada en la oreja que trataba de camuflar a modo de piercing, me di cuenta de que estaba empezando a perder la cabeza.
De pronto sentí la necesidad de contarle a alguien toda la mi**da que estaba tragando, pero necesitaba a un desconocido, a alguien que no me juzgara.
Aquel día que me asaltó la urgencia de empezar a hablar, recuerdo que había ido a ver la exposición de Roni Horn en Caixa Forum para escribir un artículo. Cuando terminé, pasé por delante de una iglesia en la que nunca me había fijado. Así que agotada decidí sentarme en un banco a pensar.
Así que entré y se lo conté todo al cura de turno. Al cura y al taxista que me llevó de vuelta a casa. Sólo me permitía contárselo a aquellos que me aseguraran impunidad al saber que la mía era una historia más, una de tantas, porque suelen escuchar muchas vidas y porque sólo las escuchan una vez. Por eso las únicas veces son siempre las que más liberan, porque no hay tiempo para analizar ni juzgar la confidencia. Si volvemos a coincidir yo lo negaré todo y tú no recordarás nada.
El cura me dijo solemnemente que cultivara la paciencia (esa que se me iba agotando), que tratara de encontrar momentos de felicidad en ese ingrato trabajo y por encima de todo y lo más importante: que desayunara más, porque arrodillada en pleno acto de confesión me desplomé al suelo.
Suelo desayunar barritas con tomate y aceite, así que no sé si la bajada de tensión se debió a la intensidad de la clase de body-on de aquella mañana.
a un par de cervezas tomadas a deshora
o si en realidad fue por el susto de contarle mis “venialidades” a un entrañable desconocido.
El padre Miguel Ángel hizo un ceremonial pausado y muy extraño – aunque hacía años que no me confesaba, no recuerdo haber vivido una escena tan decimonónica en mi vida-, alzando sus manos sobre mi cabeza y sentenciándome en latín. Espero que se tratara de una absolución, porque esa imposición de manos más bien parecía un exorcismo o una extremaunción. Debió de verme muy tocada o tal vez creyó que mi desmayo se debía al rechazo de ese íntimo acto, rehuido por uno de esos demonios que llevo dentro.
El caso es que me escuchó -o me sentí escuchada- y cuando recuperé mi habitual cetrino, me llevó a la sacristía donde varios monaguillos y un par de paisanos se entretenían rezando un Ora pro nobis. Uno de ellos se acercó y me ofreció un caramelo que me subió el azúcar y las ganas de empezar de cero.
Qué idiotez. Cualquier situación me sirve para empezar de cero. Es más, me apasiona empezar de cero. Venirme abajo para luego venirme arriba. Haber trabajado en agencias de publicidad, con una diseñadora de moda, como redactora o como recepcionista-administrativa-secretaria-chica para todo. Y a saber lo que haré mañana.
Siempre se puede empezar de cero. Esa electricidad de lo nuevo, esa sensación de que todo es posible. Y por eso lo confieso ahora, que publico este post como si aquella inicial temporalidad no se hubiera enfatizado y repetido en una etapa ya vivida y olvidada. Como si narrarla por fin en pasado me ayudara a enterrarla y a suprimirla de un presente redimido. Como si ya no fuera conmigo. Como si lo hubiera escrito por aquel entonces, proyectándome en el rescate de un objetivo que a punto estuve de dar por perdido.
Escribo esta historieta-mucho tiempo después- en paz y con una gran sonrisa, aunque en su día no me hizo ni puñetera gracia.
Lo escribo para releerlo de vez en cuando, no vaya a ser que alguna vez se me ocurra quejarme.
Y también por si esta historia le resulta útil a alguien que se encuentre en una situación parecida, para que no desista y no pierda ni un minuto. Porque sí me parece penoso trabajar en algo que no te gusta.
Ave María Purísima, he sido recepcionista.